Shhh… no era examen, era emergencia
Sección: Opinión
Publicado el 21/10/2025 —
Por Amaury Sánchez
Dicen los opinólogos de ocasión —esos que viven con el dedo levantado y la lupa puesta en la respiración presidencial— que Claudia Sheinbaum “reprobó su primera prueba de comunicación en crisis”. ¡Caray! Apenas lleva unos meses en el cargo y ya la quieren reprobar como si fuera examen sorpresa de matemáticas. Y sin calculadora.
Los críticos, siempre tan dispuestos a encontrarle el lunar al sol, aseguran que la presidenta cometió “tres errores básicos”. ¡Tres! Como si la comunicación en una tragedia se midiera con el mismo criterio con que se juzga una coreografía de TikTok.
El primer pecado, dicen, fue la falta de empatía, porque —¡oh, sacrilegio! — se subió a una camioneta para hablar con los afectados. En México parece que el único modo válido de mostrar compasión es chapotear en el lodo y llorar para la cámara. Si no hay lágrimas, no hay alma. Si no hay selfie con damnificados, no hay humanidad.
Sheinbaum, en cambio, eligió coordinar, escuchar y hablar desde donde podía ser oída. Pero claro, el comentarista de escritorio prefiere una presidenta que, en lugar de dar órdenes, reparta abrazos con pañuelo desechable en mano, mientras el helicóptero espera en segunda fila.
Lo del gesto con la mano para pedir silencio y la seña al oído fue el colmo del melodrama mediático. Según el articulista, esos movimientos rompieron “toda posibilidad de proximidad”. A ese nivel de interpretación corporal, pronto dirán que si levanta la ceja está declarando la guerra y si se rasca la nariz está insultando a la ONU.
En México hay quienes ven conspiración hasta en el bostezo presidencial.
Y vaya tragedia nacional: pidió silencio. ¡Silencio! Qué barbaridad, ¿quién se atreve a eso en un país donde todo mundo quiere hablar al mismo tiempo y nadie escucha a nadie? Pedir silencio se volvió un agravio; escuchar, un gesto autoritario. Parece que la consigna es: “Habla menos, pero grita más”.
Luego vino la segunda acusación: que en plena mañanera mandó callar al Secretario de Salud para que no diera información. Según los críticos, violó la “regla de oro de la comunicación”. Qué curioso: los mismos que exigen transparencia son los que viven de tergiversar cada palabra que se dice en público. Si Sheinbaum hubiera permitido que su secretario hablara de más, habrían gritado “¡improvisación!”. Si lo detiene, dicen “¡opacidad!”. Total, si llueve es su culpa, y si no llueve, también.
Y el tercer error —según el evangelio del descontento— fue que “centró su discurso en descalificar a gobiernos anteriores”. ¡Ah, qué manía con pedir que se hable del futuro sin mencionar el pasado! Como si una casa inundada no tuviera cimientos podridos. Pretender que no se hable del desastre heredado es como pedirle al bombero que apague el fuego sin mencionar que alguien dejó el tanque de gas abierto.
Hablar del pasado no es una excusa, es una advertencia. Es recordar que las tragedias no son fenómenos naturales del todo: algunas se incuban en oficinas donde se firmaron permisos indebidos, se desviaron recursos o se ignoraron advertencias. Pero claro, para el comentarista promedio, eso no cabe en su columna: estorba la narrativa de “reprobada”.
El artículo asegura que “lo que busca la población es saber qué pasó, quién es responsable y cómo se evitará que vuelva a ocurrir”. Y tiene razón. Pero olvida mencionar que mientras la presidenta hablaba con damnificados, coordinaba ayuda y daba instrucciones, muchos opinadores estaban cómodamente sentados frente al televisor esperando encontrar “errores comunicativos” en vez de soluciones reales.
Como si el desastre se resolviera con storytelling.
Los críticos dicen que “mal estamos si consideramos que simplemente estar cerca de las víctimas es, por sí mismo, un mérito”. Pues sí, mal estaríamos si creyéramos que la empatía sustituye la acción. Pero resulta que en este caso hubo ambas: presencia, acción y coordinación. Lo que molesta es que la presidenta no interpretó el papel de heroína telenovelera que algunos esperaban. No hubo llanto ni dramatismo, solo trabajo. Y eso, en México, parece no vender titulares.
A veces da la impresión de que la oposición mediática padece un síndrome curioso: el complejo de maestra estricta. Siempre está buscando a quién ponerle tache. Si Sheinbaum habla fuerte, es autoritaria. Si habla suave, es indecisa. Si llega, llega tarde; si no llega, es insensible. Lo único que no les falla es el cronómetro del juicio instantáneo: califican antes de entender.
Y hablando de calificativos, el autor de “Shhhhheinbaum y la prueba reprobada” comete un error elemental: confunde comunicación con espectáculo. No todo mensaje requiere una escenografía ni cada tragedia necesita un community manager. Hay momentos en los que la palabra pesa menos que la acción, y ese parece ser un idioma que algunos columnistas olvidaron aprender.
Decir que “reprobó” la comunicación en crisis es un juicio tan prematuro como injusto. En todo caso, lo que habría que reprobar es la adicción nacional a la hipérbole. Nos encanta dramatizar. Si alguien pide calma, decimos que censura; si alguien manda ayuda, decimos que busca votos; si alguien llega, decimos que fingió empatía. En el país del sospechosismo, hasta las buenas intenciones deben registrarse ante el INE.
Por lo demás, la pieza crítica parece más preocupada por los gestos que por los hechos. No habla de los equipos desplegados, ni del apoyo logístico, ni de la reacción inmediata del gobierno. Solo de las manos, los labios y el oído. Pareciera que en vez de un desastre natural hubieran analizado una función de mimo.
Y para rematar, el texto cierra con una advertencia pedagógica: “Vendrán otros desastres… habrá que ver si aprendieron de los errores”. Sí, vendrán otros desastres —de la naturaleza y de la pluma— y lo ideal sería que ambos nos agarrarán menos predispuestos. Porque si el periodismo se vuelve juez de modales, no de resultados, acabaremos calificando huracanes por su dicción.
La verdadera prueba no era de comunicación: era de temple. Y en eso, Sheinbaum no falló. No gritó, no posó, no improvisó. Actuó.
Pero claro, en tiempos donde el ruido vale más que la razón, pedir silencio es un pecado capital.
Así que sí: pidió silencio. Pero no para imponer, sino para escuchar. Y eso, en un país donde tantos hablan y tan pocos oyen, debería ser digno de aplauso… aunque algunos prefieran seguir tapándose los oídos con sus propios prejuicios.
En fin, si de exámenes se trata, la presidenta quizás no reprobó comunicación, pero muchos sí reprobaron comprensión de contexto. Y mientras los opinadores siguen corrigiendo redacciones desde su escritorio, allá afuera el país sigue enfrentando tragedias reales, no de redacción.
Como decía mi tía Bertha, que no sabía de política, pero sí de cordura: “En las emergencias, hijo, no se grita: se hace”.
Y eso, justamente, fue lo que hizo la presidenta.
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