Manual para perder el empleo en 3 pasos: mata un perro, invoca a la santería, niega todo

Manual para perder el empleo en 3 pasos: mata un perro, invoca a la santería, niega todo

Sección: Jalisco se Cuece Aparte

Foto del autor Publicado el 16/06/2025 — Por David Gallegos

Hay formas elegantes de arruinar una carrera pública. Algunas toman años, otras solo un video y una confesión. A veces basta con un poco de fe, una mascota y una cámara encendida. Esta es la historia de Naomi Sofía Figueroa, exfuncionaria municipal, y protagonista involuntaria del tutorial más escalofriante del año: cómo despedirte del servicio público sin necesidad de renuncia.

Todo empezó con un clip. No cualquiera: uno donde Figueroa narra, con tono entre iluminado y satisfecho, cómo se sacrificó un perro negro en un ritual de santería para eliminar a sus enemigos. Descripción incluida: degollado, sin contexto sin justificación aparente. Como quien presume una clase de yoga. Pero en lugar de chakras alineados, una cabeza cortada. Y la confesión grabada, como si contarla hiciera el acto menos atroz o más efectivo. Spoiler: no fue ninguna de las dos.

A estas alturas, cualquiera pensaría que se trata de una historia falsa. Que alguien se pasó de listo con un fakenew o un mal chiste. Pero no. Naomi sí fue funcionaria del gobierno de Guadalajara. Con cargo y con nómina. Estuvo en la Coordinación General de Construcción de Comunidad, esa oficina naranja donde se presume cercanía ciudadana mientras se contrata a entusiastas del machete y la brujería. Ella, además, se decía promotora de los animales, del bienestar común, del “hacer comunidad desde el amor”. Al parecer el amor era selectivo. Y tenía filo.

Los animalistas estallaron con razón. Las organizaciones civiles exigieron castigo. La indignación escaló como incendio. Porque más allá del ritual —y de si creemos o no en la magia— lo real fue la violencia, la insensibilidad, el desprecio a una vida. Y lo peor: que todo eso viniera de alguien que hasta hace unos meses representaba al Estado.

El gobierno municipal hizo lo que mejor sabe hacer: lavarse las manos. Dijeron que Naomi ya no trabajaba allí. Que fue un contrato corto, por honorarios, que “ya había concluido”. Movimiento Ciudadano también aplicó la técnica ninja de desaparecer responsabilidades. Nadie supo, nadie avaló, nadie tiene idea. Como si las dependencias se llenaran solas y los expedientes se firmaran con tinta invisible. Curioso: cuando ganan elecciones, todos salen en la foto; cuando hay un escándalo, nadie conoce a nadie.

Pero aquí no hablamos solo de una exfuncionaria con delirios místicos. Hablamos de lo que representa: la normalización del cinismo, el uso banal del poder, la desconexión total con la ética pública. Porque a alguien se le hizo buena idea confesar un acto de violencia en nombre de la espiritualidad y luego actuar como si nada. Como si la fe incluyera fuero. Como si degollar animales estuviera en el manual de buenas prácticas de los gobiernos “progresistas”.

Manual para perder el empleo en 3 pasos: mata un perro, invoca a la santería, niega todo

El marco legal en Jalisco es claro. El maltrato animal está tipificado como delito. La Ley de Protección y Cuidado de los Animales del Estado prohíbe expresamente cualquier tipo de sacrificio que implique sufrimiento innecesario. No importa si lo haces con bata blanca, rosario en mano o invocando a alguna deidad. No hay ritual que exima de la ley. Y no hay función pública que sobreviva a ese nivel de desatino.

La joya final llegó, como suele pasar, con la disculpa. Naomi reapareció en redes, ahora con rostro solemne, diciendo que todo era mentira. Que jamás mató al perro. Que solo estaba “hablando desde una metáfora”. Que estaba “atravesando un proceso emocional”. Que fue una forma de “liberar dolor”. Traducción: dije algo brutal, me cayó encima la opinión pública, y ahora quiero zafarme como si esto fuera un mal entendido. 

Lo que este caso desnuda es más profundo. No es sólo una mujer. Es el sistema que la permitió. Es la frivolidad con la que se otorgan cargos. Es la falta de filtros éticos. Es la cultura del “todo vale si es performance”. Y así se va erosionando la noción misma de lo público.

Porque ser funcionario no es tener fuero espiritual. No es una medalla para hacer lo que sea mientras posteas frases bonitas. Es una responsabilidad. Una obligación de actuar con principios. De proteger la vida, no de ponerla en riesgo para alimentar delirios o justificar traumas. Aquí no se trata de ser creyente o escéptico. Se trata de no usar la espiritualidad como excusa para el salvajismo. De no confundir libertad con impunidad. De no disfrazar el crimen con incienso.

No hay pruebas del acto, pero tampoco de su inexistencia. El daño ya está hecho. En el imaginario, en la confianza institucional, en la narrativa de los gobiernos que dicen ser cercanos, pero contratan a quien sea sin mirar de fondo. Lo que queda es una lección, o, mejor dicho, una advertencia: no todo lo viral es trivial. No todo lo confesado es redimido. Y no todo ritual termina con bendición.

Así que, para futuros aspirantes al servicio público, aquí va el recordatorio final: si alguna vez sienten la necesidad de limpiar su camino con sangre, mejor tomen terapia. Es más barato, más humano y menos viral. Porque no hay santería que los salve cuando lo que ofrendan es su propia ética.