Carlos Manzo: cuando la valentía incomoda al poder oscuro
Sección: Opinión
Publicado el 03/11/2025 —
Por Amaury Sánchez
Entre el mito del héroe y el murmullo de la sospecha, su asesinato desnuda a un país donde la política se arrodilla ante la violencia o la aprovecha para lucrar con la muerte.
En México los muertos se reparten como banderas. Algunos se elevan en plazas públicas, otros se entierran con prisa y silencio, y unos cuantos, como Carlos Manzo, quedan suspendidos en ese territorio incómodo donde se mezclan la admiración y la duda. Lo llamaron valiente, lo acusaron de temerario, lo celebraron como un David campesino que se atrevió a desafiar al Goliat del crimen y del gobierno; y también hubo quienes murmuraron que nadie muere así si no ha tocado, aunque sea de lejos, los bordes del mismo infierno que combatía.
El asesinato de Carlos Manzo, alcalde independiente surgido del llamado “Movimiento del Sombrero”, fue más que una ejecución: fue el mensaje escrito con pólvora de que, en este país, la osadía tiene precio. Gobernó sin partido, sin padrinos y sin el blindaje que regalan los grandes intereses; se atrevió a desafiar lo que todos ven, pero pocos denuncian: que los municipios más pobres de Michoacán son gobernados a medias por el ayuntamiento y a medias por el miedo.
La noticia corrió rápido. No pasaron ni horas y ya se disputaban su cadáver como si aún pudiera dar votos. Algunos políticos se apresuraron a publicar fotografías con él, proclamándolo hermano, mártir, inspiración. Otros, con calculada frialdad, insinuaban lo contrario: “Sabía en lo que se metía”, “No se puede enfrentar a los malos sin ensuciarse”. A falta de verdad, las redes sociales se llenaron de luto digital, de frases huecas y banderas a media asta que duran lo mismo que dura el escándalo.
Pero hay un discurso que merece atención. Efraín Martínez Figueroa, consultor político, habló de Manzo como símbolo de resistencia y lanzó un “¡Basta ya!” que suena a consigna de guerra. Llamó a los valientes a organizarse para derrotar lo que él llama “la dictadura híbrida del socialismo del siglo XXI instaurada por AMLO y consolidada por Claudia Sheinbaum.” Propuso paros nacionales, bloqueos, medida de presión social. Nombró a Nepal, a su generación Z rebelde, como espejo posible. ¿Convocatoria legítima a la participación ciudadana o aprovechamiento oportunista de un cadáver todavía tibio? Esa es la pregunta incómoda.
Carlos Manzo, hay que decirlo con claridad, no era un santo ni un demonio. Era un hombre metido en el basurero de la política local, ese lugar donde se pacta con lo que se puede para sobrevivir un día más en el poder. ¿Fue valiente? Sí. ¿Desafió al crimen? También. Pero gobernar un municipio michoacano sin negociar con quien controla la noche es casi como caminar descalzo sobre brazas: puede hacerse, pero se termina quemado.
El Estado mexicano, como tantas veces, aparece en este relato como un actor secundario que finge sorpresa. No protegió a Manzo cuando estaba vivo, cuando las amenazas eran claras, cuando los grupos armados rondaban las plazas municipales. Hoy promete proteger al siguiente. Es tarde. La historia es cíclica: cada vez que un alcalde, un periodista o un activista cae, la autoridad ofrece escoltas, patrullas y mesas de seguridad, como si la muerte fuera requisito para la acción gubernamental.
La democracia mexicana recibe otro golpe, no por el asesinato en sí —que ya es bastante grave—, sino por lo que provoca: miedo, silencio y resignación. Los ciudadanos que vieron en Manzo a un hombre común que se atrevió a salir del montón ahora miran al suelo. No porque hayan dejado de creer, sino porque saben que en México la esperanza suele terminar con veladoras y discursos oficiales.
Y sin embargo, su muerte también levanta polvo. Hay comunidades que lo nombran ejemplo, hay jóvenes que descubren que sí se puede ganar sin partido, hay quienes se preguntan por qué lo mataron con tanto odio. Tal vez ahí reside la verdadera amenaza que representaba: no en sus balas, ni en sus discursos, sino en su capacidad de demostrar que un ciudadano, sin permiso del sistema, puede convertirse en autoridad.
La política, en estos días, parece más interesada en capitalizar el cadáver que en honrarlo. Unos lo usan para justificar su guerra contra el gobierno federal; otros para defender la narrativa oficial de que todo está bajo control. Entre esas dos versiones, el cuerpo de Manzo descansa, como tantos otros, en la fosa común del olvido programado.
¿Qué queda por decirle al ciudadano que lee estas líneas? Que no se trata de tomar partido por un mártir o por sus enemigos. Se trata de mirar de frente la realidad: México está dejando en manos del crimen lo que debería ser territorio de la política. Y mientras eso no cambie, los valientes seguirán cayendo, los oportunistas seguirán ganando, y nosotros seguiremos escribiendo necrológicas en lugar de biografías.
La memoria de Carlos Manzo no debería usarse como espina para dividir, sino como espejo para despertarnos. Ni héroe puro ni delincuente disfrazado: fue un hombre que, con sus aciertos y sus pecados, se atrevió a hacer algo que muchos políticos olvidaron: escuchar a su pueblo y enfrentarse al miedo. Y aquí, en este país de silencios, eso todavía se paga con sangre.
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